Comenzaba un domingo apático sin poder arroparme con tus caricias y tu cadera moviéndose al ritmo de mi respiración.
Encendí la última vela en aquel salón tan oscuro, y abrí la ventana con la esperanza de que mis suspiros se escondieran con el sonido del viento, pero no hubo manera. Así que lo que hice fue escuchar la canción que sonó el último día mientras nos desnudábamos con la mirada.
Dos noches atrás, tus dientes no paraban de secuestrar a tus labios indomables, y eso a mí me ponía cada vez más nerviosa, eso a mí me ponía cada vez más.
Mi corazón aprisionaba a mi mente y en un intento de sosegar mis llantos internos, tu voz susurró mi nombre.
Entonces me derretí.
Tú sonreíste.
Estábamos inquietos
(por saber qué pasaría)
y empezamos a querernos.
Y yo no pretendía más que esconderme entre los fríos labios de alguien dispuesto a arroparme esa noche.
Por alguna razón me había perdido hacía unos meses y no sabía cómo encontrarme.
Por alguna razón te había encontrado, supuse.
Tus pupilas negras,
dilatadas
por el humo
de la chimenea
de aquel tren.
Y tú y yo,
inhumanos,
abrazándonos
en la cornisa
de ese piso,
y mientras,
nos daba la risa.
Cometí un error y fue grabar tu geografía en mi mente, pero así los sueños son más placenteros, así las pesadillas desaparecen.
Y los monstruos que habitaban en mi interior.
Esos también desaparecen.
Y me resulta esencial la presencia de unas caricias en la madrugada del 1 de Enero, y de cada día después de ver tu iris de color marrón clavándose en mi nuca.
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