Desde la punta de mis dedos de los pies, subí caminando con los dedos por mis gemelos, hasta llegar a la cima de mis rodillas y bajar por la montaña de mis muslos. Después, mis pulgares divisaron el abismo desde mi cintura, y se asustaron, y corrieron a encontrar refugio justo por debajo de mi estómago, en mi ombligo.
La tormenta se había terminado así que como un grupo de arañas mis dedos subieron hasta el pico con mayor altura de todo ese campo de piel: mis senos.
Suavemente se deslizaron hasta rozar mi cuello con la suavidad del agua resbalándose por él. Y fijándose en cada vena y arteria que se cruzaban por ahí. Más tarde, mi barbilla; y luego mis labios (desgastados), que entreabiertos, parecían una caverna en la que resguardarse del frío, pero para eso (pensé en que) necesitaba otros labios.
Mi nariz seguía el recorrido puntiagudamente, y mis ojos, que eran de un color entre un campo de cereales y un prado completamente verde, visualizaban ya la llegada de aquellos viandantes, cuyos nudillos estaban entumecidos y manchados por un negro abundante de las peleas psicológicas que había tenido últimamente y que provenían del consiguiente lugar establecido para reposar: mi mente.
Y esa pelea no sólo se trataba de mis pensamientos, sino de aquello que hacía que mi respiración se acelerase con tanta fuerza: de mi corazón.
Y con el corazón en la mano y mi cerebro en la otra comenzó una disputa entre la locura y la cordura, y adivinad quién gana siempre cada pelea y por qué el cerebro me castiga cada noche por mi indebida elección con un insomnio aplastante.
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