Puede que el pasado no sea ayer y ayer no fuera hoy y
tampoco los pinceles sirvan para pintar en este momento.
Puede que esta noche sea la más triste recordando cómo nos
bailaban los dedos en nuestros respectivos cuerpos, recordando cómo paseabas tu
mano por los senos de las montañas en invierno, cobijándote dentro de aquella
cueva húmeda mientras relamías la miel imaginaria de tus labios y pensabas en
ella.
Ella.
Esa mujer que olía a libro nuevo, que parecía un paisaje
soleado cada vez que sonreía, que sabía a té verde cuando le mirabas fijamente
a los ojos…
Esa mujer que más bien al andar parecía una obra de arte, un
crimen a punto de cometerse, un “¡deténgase, ahí dentro va el amor de mi vida!”
en una estación de autobuses, o quizás la canción más bonita del mundo.
Y luego estaba él.
Ese hombre que parecía apático con todo el mundo, que
paseaba siempre un cigarrillo en su mano izquierda y de vez en cuando lo
llevaba hacia sus labios y parecía que estuviese aspirando sus problemas y
destensando sus músculos uno a uno con cada calada.
Ese hombre que sabía a despedida forzada, ese hombre que te
abría mundos con solo rozarte con los dedos de las manos, que tenía cuerpo de
escombro pero escandalizaba a cada musa que pasaba a su lado, que florecía
salvajemente cada vez que abría los ojos al despertar una mañana a tu lado, que
se veía derrotado por los “peros” del pasado.
Un perdigón perdido a los ojos de aquella mujer.
Pero el pasado sigue no siendo ayer y ayer sigue no siendo
hoy y los pinceles no solo dibujan paisajes vestidos de color, también los hay
desnudos y desaliñados en blanco y negro después de una orgía de pensamientos
de un autor inspirado.
Y esta noche, por desgracia, sigue siendo la más triste
porque yo (te) quiero y tú no (me) quieres.