martes, 28 de abril de 2015

Un billete de ida, por favor.



Y en lugar de echar la vista hacia atrás, agarrarle del brazo, y atraerle hacia el filo de mi boca para despedirme, como me hubiese gustado, me fui.
Cogí todo lo que había encima de la mesa, incluyendo ese caramelo que nos habían dejado al lado de nuestros respectivos cafés y mientras sonaba una canción triste de piano de fondo y mi falda se balanceaba al son de la música y el rímel se extendía por mi cara, salí por la puerta de aquel establecimiento.
Él intentó ponerse de pie para detenerme, pero no lo hizo.
Supongo que arriesgarse por intentar recuperar algo que quieres, no era lo suyo.

En ese momento, me di cuenta de dos cosas: una era que tenía que cambiar de marca de rímel porque ese era pletóricamente horrible, y la segunda era que le quería demasiado. Y no sé cuál de las dos me molestaba más en ese momento.



Deseé que la historia hubiese quedado ahí, en un malestar crónico en mi corazón producido por una despedida nada agradable. Pasarlo mal unos meses y si cabía, quizás decidir no perdonar a mi cabeza en un año, pero no fue así.
Minutos después de la despedida, mi "deseo", tal vez se convirtió en mi pesadilla, porque Charlie volvió tras de mí, e hizo aquello que hubiese deseado hacer yo, pero en un momento en el que mi alma era más débil de lo normal y estaba desesperada porque acababa de decir "adiós" al amor de su vida, porque era tóxico para ella; un momento en el que la debilidad se convirtió en una frase corta que volvió a romper la esquematización de mi cabeza para hacer que pudiese ser capaz de escuchar mis propios latidos de lo acelerado que estaba sucediendo todo.

"Por favor, quédate, te necesito."

Ni siquiera pude articular palabra cuando sus labios ya estaban encima de los míos y sus manos agarrando las mías, y yo, literalmente, encarcelada.
Quería que fuese verdad, quería, de verdad que lo esperaba. Esperaba poder volver a aquellos momentos en los que Charlie me robaba besos y me decía que lo nuestro era de verdad. Nadie sabe cuánto quería yo eso. Cuánto hubiese ansiado tener una relación saludable en la que ninguno de los dos sufriera por no poder llenar el vacío del otro, y viceversa.
Mi cabeza estaba más perdida que un náufrago en plena tormenta en alta mar, y sin brújula.
Él no entendía que lo único que yo quería era desaparecer de su vida para que pudiese ser feliz sin una persona dañina a su lado, para que pudiese mantener una relación con alguien cuyo ánimo no se viera reflejado en la montaña rusa con más altibajos de todo el mundo.
Para que pudiera ser.
Porque yo no era capaz de "ser" con nadie.
Yo simplemente estaba.
Estaba y no me iba.
Pensaba en su felicidad y no en la mía. Y sigo pensando así.

Así que un día... desaparecí.
Sin decir adiós.
Sin dejar que Charlie pudiese articular palabra a la mañana siguiente.


Por eso no me gustan las despedidas. Porque siempre tengo el poder de ser capaz de despedirme, pero luego nadie tiene constancia de mi dolor, ni de las horas muertas que paso junto a un reloj escacharrado, ni, por supuesto, de que soy muy susceptible si alguien me dice "quédate".
Y ya nadie tiene en cuenta que las despedidas son para siempre. Y que despedirse conlleva ver el dolor ajeno, ese al cual no podría resistirme nunca, y entonces sería como el ciclo de la vida, me despediría, y volvería otra vez porque soy incapaz de ver cómo sufre alguien a quien adoro.

Por eso es mejor irse sin decir nada, porque para cuando quieres volver, ellos ya te han olvidado, o ya han dejado de quererte porque se sienten engañados, y así es todo más fácil para alguien que no es capaz de olvidar nunca, y que no soporta ver el dolor ajeno.

1 comentario:

  1. Hola.
    Me ha gustado mucho :)
    Te dejo mi blog por si te apetece echarle un vistazo: eldiariodeazarie.blogspot.com.es
    Yo me quedo por aquí leyéndote.
    Un saludo ;)

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